Muerte después de Reyes es de esos libros que se te clavan en la piel. En otro país, en otro lugar, sería una obra más que reconocida. Sin embargo, en una España donde la transición no fue otra cosa sino un pacto basado en la amnesia y la impunidad, no es de extrañar que el libro cayera en el más profundo de los olvidos, habiendo sido reeditado en este año 2015 después de casi cuarenta años de su última edición. Escrito por Manuel de la Escalera en 1944 mientras se hallaba en el corredor de la muerte en Alcalá de Henares (podéis leer la entrada del libro en Wikipedia aquí), Muerte después de Reyes es un testimonio de gran calidad humana y literaria sobre cómo era la vida de unos condenados a muerte en las cárceles del fascismo español.

A continuación transcribimos algunos párrafos de la obra.
Esta noche dormimos ya entre las paredes blanqueadas del cubo que se nos destina como edificio postrero. Desde aquí, una madrugada negra, inverniza, pasaremos, a través del humo de la descarga, a otra geometría, pero de tierra.

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¿Qué es la calle? Algo que empieza al otro lado de las rejas y de los muros. No comprende sólo las zonas urbanas, sino abarca los montes, los mares, los continentes; el resto del mundo donde uno puede desplazarse sin ver su camino interceptado con rastrillos y cerrojos. “La calle” es la libertad.

Ojo
Esta noche en las celdas de la muerte nadie dormirá tranquilo. Los maduros esperan su saca y nosotros, los nuevos, también la esperamos; la suya. De no ocurrir nada esta noche, de no producirse lo que tememos de madrugada, ya no habrá saca hasta pasadas las Navidades. Es decir, después de Reyes.

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Ir a la muerte comiendo naranjas.
Comulgando todos con la fruta ácida

Rancho Dueso

El preso tiende al optimismo en cuanto halla el más leve pretexto y yo también me siento inclinado hacia él. No se puede repetir a todas horas el “morir habemus” de los cartujos sin que se vuelva un latiguillo. La vida, mientras es tal, exige con todas sus reservas fisiológicas un mínimo de esperanza, aun cuando tales esperanzas sean un tanto ilusorias, y aun cuando se sepa que el ritmo fatal ha de reanudarse; tras la catástrofe, el regocijo; y tras el regocijo, la catástrofe otra vez.

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Allí aprendí que nadie resiste a los tormentos si se encuentra su tormento. Que en esos anaqueles y despensas hay cuanto magulla y hiere, cuanto quiebra. Sé que las voluntades más compactas en esa noche de pesadilla se licúan. Que entran allí hombres enteros y salen esqueletos derrengados. Cuando no hombres intactos, pero con la cabeza baja y los ojos en el suelo.

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Estaba en la Puerta del Sol de Madrid, pero bajo el asfalto; en los sótanos de la Dirección General de Seguridad.
Los calabozos de la Puerta del Sol están esperando el Wilde que escriba su balada. Yo entre otros deseos no logrados, me llevaré a la tumba este de ser Virgilio de su infierno, o, simplemente, el reportero dantesco que lo describa con amplitud, pues haría falta todo un libro (…) Guiaría al lector por estas nuevas catacumbas, por sus laberintos, desde la entrada abovedada, donde los guardias cachean a los que ingresan y magrean a las prostitutas, hasta “la Siberia”, la parte más fría y distante. Mostraría los cuartos de los interrogatorios y los instrumentos de tortura: las cuñas que se introducen en los dedos de las manos y de los pies, entre uña y carne; el “aeroplano”, la polea para colgar hombres boca abajo; la máscara antigás sin oxígeno, para producir las torturas de la axfixia; los contactos eléctricos con reóstatos para aumentar gradualmente la potencia y electrodos en pinza; las lámparas cegadoras, los chuchos de goma, las medias de arena que no dejan huella, los hierros para producir quemaduras.
Referiría cómo salen de allí los que salen, unos en vilo, otros a rastras. Explicaría cómo encoge un hombre después de una paliza; cómo el cuerpo humano resuena igual que un árbol hueco al ser golpeado. Evocaría las vejigas reventadas, las vértebras partidas, las costillas rotas, las columnas vertebrales descoyuntadas, los testículos y los senos retorcidos, los cráneos fracturados.
Hablaría de la esposa desnudada en presencia del marido; del niño amenazado a la vista de los padres; de la mujer que parió en un calabozo. De los suicidas y los locos, De aquel que se estampó los sesos contra un muro, cuando le llevaban por un pasillo; del que se tiró por la ventana de la calleja de atrás; del que se degolló, quitándole al barbero la navaja. De la mujer que, enloquecida de terror, daba vivas a la República en el silencio de la noche y se defendía ante un tribunal imaginario al que increpaba: “¿me aplicáis la ley contra la rebelión militar, siendo yo civil y vosotros militares sublevados? ¿Y decís que estoy loca?”.
Un libro que narrara esas horas que transcurren entre el filo de la medianoche hasta poco antes del amanecer, el tiempo de los interrogatorios, cuando merodean por los pasillos los agentes: Frankenstein, Drácula, el Estrangulador, el Chato, el Orejas, Carlitos, Pobeda, atisbando por las mirillas en busca de la víctima de turno. Que hiciera escuchar las voces suplicantes de los detenidos (…) O las risas cachazudas de los guardias que se llevan a las prostitutas a los retretes o juegan a los naipes. Que pintara el gris de los capotes y uniformes, contrastando con la cal sucia del antro abovedado, y, como color complementario, el amarillo; en el as de oros de la baraja con que juegan y en el halo del águila evangélica, repetida en gorras, pecho u hombreras (…) Los cientos de carteristas, ladrones de bicicletas, coches, y neumáticos, espadistas, palanquistas, encalomados, timadores o descuideros que desfilaron por los pasillos, mezclados con los políticos, durante los meses de calabozo. Pues aunque el Fuero de los Españoles dice que nadie puede estar detenido más de cuarenta y ocho horas sin comparecer ante el juez, yo pasé en el calabozo seis meses.

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¡Se los llevaron! Fue de madrugada. La noche estuvo llena de presagios (…) Al cabo de un rato, se escucharon distintamente pasos y batir de puertas distantes. Eran cerca de las tres y el recuento fue poco antes de la una ¿Sería la saca? Anoche también hubo pasos y rumores, pero luego no ocurrió nada. ¿Por qué no había de suceder hoy lo mismo? Pero sonaron las toses. Toses de saca, inconfundibles (…) Ahora fue un ruido metálico, como de culatas de fusiles golpeando contra los baldosines del suelo de la galería de celdas. Mota se incorporó y dijo: “Han entrado los civiles” (…) Tras esto, ya no hubo silencio, sino rumores continuos; el chirriar de la cancela de la galería, que conocemos tan bien, puertas remotas, pasos y voces, el petardeo distante de un motor. Hasta las cuatro no abrieron el primer cerrojo.

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